lunes, 22 de febrero de 2016

Umberto Eco y La Geografía imperfecta de Corto Maltés


Cuando quiero relajarme leo a Engels, cuando quiero algo serio leo a Corto Maltés.


 Umberto Eco

A los 84 años nos ha dejado Umberto Eco, extrañamente sin recibir el Nobel. El último gran intérprete de la palabra. Umberto Eco lo vio todo, lo leyó todo, lo escuchó todo, todo lo interpretó. Fue una enciclopedia viviente. Casi 40 universidades de todo el mundo concedieron le concedieron el docotorado honoris causa. 

Habló de la historia de las religiones, hizo grandes estudios sobre literatura comparada, fue un extraordinario filólogo que incluso investigó sobre el esperanto y las lenguas perdidas.  Ahondó en la historia de la escritura, en lo imaginario y simbólico, la historia de los espejos, de los laberintos, de las ciudades invisibles. También nos explicó como nadie  las vanguardias históricas. En palabras de Juan Cruz, "era un sabio que conocía todas las cosas simulando que las ignoraba para seguir aprendiendo". Y esa es la clave. Umberto Eco nunca atropelló a nadie con su infinita sabiduría.

Los incunables y los beatos medievales que husmeaba y perseguía como un niño en ferias del libro antiguo por todo el mundo, los tebeos y el cine, la contemplación y el hedonismo... la comida y la bebida, los amigos, los viajes. Todo contaba.

En 1964 publicó Apocalípticos e integrados, un sobresaliente estudio sobre la cultura popular y los medios de comunicación. En él, dedicó varios capítulos a analizar una de sus pasiones: la historieta.

Umberto Eco fue amigo de Hugo Pratt, escribió en 1991 un prólogo titulado La geografía imperfecta de Corto Maltés. En este texto resume de forma magistral la esencia de La Balada del mar salado.

Se muestra aquí la versión revisada de la introducción a Hugo Pratt, La ballata del mare salato, Milán, Rizzoli-Milano Libri, 1991. Este artículo fue incluido por la editorial Lumen en el volumen Entre mentira e ironía. Traducción de Elena Lozano Miralles. Colección dirigida por Antonio Vilanova.




GEOGRAFÍA IMPERFECTA DE CORTO MALTÉS

Es posible. En su breve nota introductoria a la edición de 1991 de la Balada del mar salado, Hugo Pratt dice que su interés por los mares del Sur nace de El lago azul de De Vere Stackpoole -y la memoria va a la película homónima, que sí que se desarrolla en las Fiji, pero que desde luego no haría pensar en Corto Maltés-. Aun así, puede ser: también Thomas Merton decía haberse vuelto católico leyendo la historia de la apostasía de Joyce en El retrato del artista adolescente. Pero yo no me fío de los autores, que a menudo mienten. Me fío sólo de los textos. 

Pues bien, los personajes de la Balada leen otros libros. En cierto momento Pandora aparece dulcemente apoyada en las obras completas de Melville, y Caín lee a Coleridge, autor de otra balada, la «del Viejo Marinero». Y además la lee en traducción italiana y la encuentra, con Melville, a bordo de un submarino alemán (forma parte de la biblioteca de Slütter, que dejará en Escondida, después de su muerte, también un Rilke y un Shelley; Caín, sin embargo, en conclusión citará a Eurípides). Sí se calcula que Cráneo ha sido pasante de un abogado indio de Viti Levu y discute sobre mitología maorí y sociopolítica melanesia con la seguridad de una Margaret Mead, hay que decir que los personajes de Pratt son mucho más cultos que él. ¿Hasta qué punto son casuales, o amanerados, estos vademécum de las lecturas de nuestros héroes? 

Pase con Cráneo, que era un chico trabajador, pero aquí lee incluso un bellaco como Rasputín, y en francés. Precisamente al principio (séptima viñeta), lo vemos consultando a Bougainville, Voyage autour du monde par la frégate du roi La Boudeuse et la flúte l'Etoile. Puedo asegurar que no se trata de la primera edición de 1771, que, a diferencia de la copia de Rasputín, es anónima y, por lo tanto, no podría llevar el nombre del autor en la portada; visto que se trata, igualmente, de un volumen en cuarto, podría tratarse de un original encuadernado con posterioridad, pero sería una pena estropear con la humedad y la salobridad una antigüedad como ésa; en efecto, en la sexta viñeta, la página aparece compuesta en tres columnas por lo que podría tratarse de una edición popular decimonónica. 

El libro está abierto hacía la mitad y en ese punto, sea cual sea la composición tipográfica, se abre el capítulo V, «Navigation depuis les Grandes Cyclades, découverte du Golfe de la Louisiade...  Reláche á la Nouvelle Bretagne». Rasputín no se concede divagaciones literarias, consulta, adquiere informaciones sobre el punto en que prevé estar, visto que navega hacía una base alemana de la Nueva Pomerania -que es precisamente la Nueva Bretaña de Bougainville. Con todo, aparte de que en ese capítulo Bougainville se encuentra con piraguas y salvajes que parecen salidos de las páginas de la Balada (pero quizá sería prudente invertir la perspectiva), sí vamos a ver el hermoso y amplío mapa que precede el «Discours préliminaire» surgen algunas incógnitas inquietantes.

El mapa de Bougainville no coincide en absoluto con el mapa que Pratt dibuja justo en la página de enfrente. En este caso, Pratt sabe más que su personaje, pero el personaje no lee la Balada, lee a Bougainville. Sí Rasputín se refiere al mapa de Bougainville y presume estar cerca de la Nueva Bretaña, entonces no puede pensar que está en el mar de las Salomón, porque Bougainville colocaba a las Salomón mucho más al este (más o menos en el lugar de las Fiji, equivocándose en unos veinte grados de longitud y diez de latitud). En otros términos, sí Rasputín (a ojo, o con algún instrumento del que no podía carecer, en 1913, un viandante de los mares) sabe lo que Pratt sabe y dice, es decir, que recogió a Caín y a Pandora entre el meridiano ciento cincuenta (Este, diría yo) y el sexto paralelo Sur, controlando en Bougainville, debería estar seguro de encontrarse cerca de la bahía de Choiseul, a poca distancia del Archipiélago de la Luisiada del que está leyendo y lejísimos de las Salomón (donde, sin embargo, está sin saberlo). 

Me dirán ustedes que la cosa no tiene importancia desde el punto de vista narrativo, pero no es así: cuando poco después el mercante holandés se encuentra con el catamarán de Rasputín, lo primero que tanto los oficiales como el marinero fijiano observan es que, para ser de Fiji, la embarcación parece muy apartada de su rumbo, porque los fijianos normalmente van hacia el este y el sur. Y, como veremos después, eso es lo que deberían haber hecho, porque es en dirección sudeste (mucho, mucho más hacia el sudeste) donde se encuentra la isla del Monje. Se dirá que no es allí donde quiere ir Rasputín, sino a la Kaiserine de los alemanes, pero lo que es seguro es que llega sin entender bien dónde se encuentra -o, si antes lo sabía, ahora tiene todo el derecho de perder la cabeza, vista también su notoria inestabilidad emocional-. Nótese que el mismo Bougainville, al colocar las Salomón en el lugar equivocado, se mostraba vacilante; en efecto, en el mapa escribía: «Isles Salomon dont 1'existence et la position son douteuses». 

Pero Bougainville tenía todas las justificaciones. En busca de las legendarias islas de Salomón, donde se esperaba encontrar el oro del rey homónimo, ya había salido en 1528 Álvaro de Saavedra, moviéndose, en cambio, entre las Marshall y las Almirantazgo; a las Salomón llega en 1568 Mendaña, las bautiza y después de él nadie consigue volver las a encontrar, ni siquiera él mismo cuando vuelve a hacerse a la mar para descubrirlas de nuevo con Quirós, casi treinta años más tarde; y no las encuentra por un pelo, arribando, hacia el sudeste a la Isla de Santa Cruz. 

A partir de ese momento la historia de la exploración del Pacífico es la historia de gentes que descubren siempre la tierra que no iban buscando, un dar vueltas de locos entre islotes, arrecifes coralinos y continentes, equivocándose siempre de longitud (por lo menos hasta la invención del  cronómetro marino de Harrison). Y el epicentro invisible e inencontrable de esas correrías son siempre las Islas del Rey Salomón, que se han disuelto en el aire. Véase Tasman, que, en 1643, busca las Salomón, llega antes a Tasmania (que no es margen de poca monta), avista Nueva Zelanda, pasa por las Tonga, toca sin desembarcar las Fiji, de las que ve sólo pocas islitas, y llega a las costas de Nueva Guinea. Y así va el mundo: Rasputín, aun pudiendo disponer de los buenos mapas alemanes de la época, se empecina en documentarse en Bougainville, donde las Islas Salomón siguen siendo un sueño. Pero este fallo onírico de Rasputín incide también sobre la conducta de los demás. 

Díganme ustedes por qué Corto debe encontrarse con el submarino de Slütter (que tiene en sus manos el excelente mapa dibujado por el capitán Galland) bajo la punta occidental de Nueva Bretaña -mientras navega hacia el oeste, pues- si ha salido de Kaiserine, mientras que la meta del submarino es Escondida.

¿Dónde está la Escondida del Monje? Hablando con Pandora, Caín dice que el Monje gobierna desde las Gilbert hasta las Sotavento. Gobernar desde las Gilbert hasta las Sotavento es un trabajo duro, impone una navegación de cabotaje sobre los veinte grados de latitud y más de cuarenta de longitud, con lo que el espacio del Monje se tiñe, más que de geografía, de mitología. 

Saquemos ahora las cuentas con el texto de Pratt y un Atlas. Pratt, al final, admite entre dientes que Escondida se encuentra a diecinueve grados latitud sur y ciento sesenta y nueve grados longitud oeste: por lo tanto, debería estar entre las Tonga y las Cook. Un oficial de marina alemán que para ir a las Tonga navega hacia Nueva Guinea y dice (como dice) «dentro de poco llegaremos a Escondida» (y está a cinco mil kilómetros de distancia) es un soñador, capturado en la red de Rasputín, que ha confundido las fronteras del espacio. El hecho es que o Rasputín o Pratt, o ambos, buscan confundir también las fronteras del tiempo. 

Sólo si leen atentamente, se darán cuenta de que Caín y Pandora son capturados por Rasputín el 1 de noviembre de 1913, pero todos llegan a Escondida después del 4 de agosto de 1914 (el Monje les informa que en esa fecha ha estallado la guerra): grosso modo, entre septiembre y la última década de octubre, cuando entran en escena los ingleses. Entre dos páginas de Coleridge y dos discusiones con Slütter, ha pasado un año, en cuyo transcurso el submarino se ha movido por inciertos derroteros, con la indolencia curiosa, la sed de deriva de los bucaneros del siglo XVII, del Viejo Marinero, y del capitán Achab. 

Todos los protagonistas de la Balada, incluidos los oficiales de la marina alemana, viajan por el archipiélago de la incertidumbre, como si recorrieran, aturdidos, las ramas del árbol genealógico de los Groovesnore y no quisieran llegar jamás. No saben seguir a los tiburones como Tarao (el único que va y llega donde quiere y debe, casi en línea recta), y cuando recalan en la Verdad Geográfica no lo saben. Aun así, ahí está, en el nombre de Pandora: hay una Pandora Basin entre las Fiji y las Nuevas Hébridas, en sus límites se disponen las Yasawa, en las Yasawa está la Blue Lagoon. Pandora es símbolo de una sabiduría cartográfica que ningún personaje de la Balada demuestra poseer. Rasputín sólo ha leído a Bougainville, Pratt sólo ha leído a De Vere Stackpoole pero, como  siempre, el texto sabe más que nadie. 

Todo, en la Balada, sigue el ritmo de los rumbos marinos que relata, incluso la psicología de los personajes, que se aman después de haberse disparado unos a otros, o se matan por amistad, y pierden el control, y se reinventan con una nueva descendencia, un historial clínico en cada página -y no sabemos quién es de verdad el Monje (no creo en la reconstrucción de Slütter, demasiado precisa), ni qué rostro tiene, ni si tiene rostro, y de dónde viene Rasputín, y por qué Caín tiene ese nombre (quizá una remisión byroniana), y, sobre todo, poquísimo sabemos de Corto, del cual los relatos sucesivos, sin embargo, nos lo dirán todo, sin ahorrarse ni siquiera la madre-. Es incierto también el dibujo y Corto no tiene los rasgos esenciales y definidos, no digo de los últimos relatos (donde incluso rejuvenece y se angeliza, perdiendo las marcas de una vida no integérrima), ni siquiera de su epopeya más madura, cuando se mueve con desenvoltura entre la laguna véneta, Brasil, Irlanda y los derroteros terrestres de la Transiberiana. 

Corto, hoy en día inconfundible, en la época de la Balada todavía se está buscando: ignora su biografía (aparece, de repente, encadenado en medio del mar como el Judas de la Navigatio Sancti Brendani), incierto de la propia psicología; y de su rostro, él y Pratt saben poco todavía, lo van esbozando de viñeta en viñeta, a medida que la historia procede, de pocos rasgos esenciales a un entramarse de arrugas interrogativas. Quizá olvidemos muchas historias en las que Corto Maltés aparece perfecto en su instantaneidad jeroglífica, pero en la Balada vive y se vuelve memorable a causa de su tentativa imperfección. Precisamente por ello, la Balada queda en la mente de sus primeros lectores como un acontecimiento, el modelo de una forma nueva de hacer literatura a través del cómic, y Escondida se erige como lugar del universo de la narratividad, donde Ismael se confunde con Mandeville, el Pacífico se difumina en la Tierra del Preste Juan, los mapas contradicen a las palabras, que no precisan sino que corroen los contornos del espacio, se intersecan los paralelos, el atlas se reduce a un portulano vacilante, y un Monje casi medieval podrá izar, templado por los alisios, un emblema tipo Consejo de los Diez. 

He sostenido siempre que los dibujantes se dibujan en sus protagonistas, o, a lo sumo, en los deuteragonistas, y quien ha visto personalmente a Al Cap, Feiffer, Schulz o Jacovitti, lo sabe (sólo Phil Davis dibujó en Mandrake el rostro de Lee Falk -o Lee Falk adaptó el propio rostro a las sugerencias de Phil Davis-). De Pratt no lo sospechaba. Pero un día, en la presentación de ya no sé qué libro o acontecimiento, me lo encontré en la Terraza Martini de Milán y se lo presenté a mi hija, aún muy pequeña pero ya lectora de sus historias, y ella me susurró en el oído que Pratt era Corto Maltés. Que el rey está desnudo, lo puede decir sólo un niño. Pratt no tiene la estatura, la alargada longilineidad de Corto, pero mirándolo mejor, de perfil, tuve que admitir que de alguna manera era verdad: la línea de la nariz, el corte de la boca, no lo sé, desde luego Pratt no es el Corto de la Balada, sino, digamos, el Corto más mágico de las últimas historias, las que Pratt entonces todavía no conocía... Pratt se estaba buscando (fantaseaba con el lápiz preguntándose cómo habría querido ser - ahora lo sabe, se querría elfo-), y buscándose perseguía sueños errabundos. 

Así se vuelve errabundo un texto. Y en esta bruma que afecta al espacio y al tiempo nacen los mitos,  y los personajes emigran hacia otros textos, se instalan como nativos en nuestra memoria, como si hubieran existido desde siempre en la memoria de nuestros padres, jóvenes como Matusalén y milenarios como Peter Pan, de suerte que a menudo nos los encontramos hasta donde no son narrados, e incluso -al menos tanto les es dado a los niños- en la vida. 

Umberto Eco


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